viernes, 2 de marzo de 2012


UN RATO DE TELE: MYHYV, EL TRONO DE MAMEN


Mamen es una Beyonce de polígono, con un padre orgulloso que lleva un brillante en la oreja y una madre de artista que ha sido capaz de amenazar a gritos con demandar a uno de los pretendientes. No cabe duda de que el hogar de Mamen es un hogar en el que la tele se ve y se ve en familia.

Mamen, alta, jamona, con una belleza un poco más real, más cierta que el acicalamiento y el atrezzo de las ponecopas discotequeras habituales, una belleza de más eslora, había estado pretendiendo a Ferchu, nuestro ídolo, el besador sincero, y de allí salió por ir un poco de Sofia Loren, con la rotundidad de cuerpo y de carácter que era la baza que jugaba ella, ir de mujer de rompe y rasga, de fémina racial y cierto es que dejaba esa impresión y hasta a Ferchu, curado de espantos, le supo enredar.

El programa vio en ella un animal televisivo y le puso el trono y una vez allí la muchacha fue deshilachando su rotundidad napolitana y carmen dejando traslucir el capricho. Mamen era una veleidosa, una niña, y al mirarla, a fuerza de mirarla su belleza se nos iba deshaciendo. Sus ojos hermosos dejaban brillar una estupidez, un pataleo en calcetines, y su cara dejaba ver ángulos muertos, asomos de papadas, la viva cara de su madre. La tele es muy puñetera, y hay bellezas que aguantan bien el relámpago de pretender, pero no la persistencia del trono. La belleza tiene la virtud del misterio, de renovar el misterio y a Mamen, de mirarla, ya nos la teniamos vista y aprendida. El morbo, ese animalillo, languidecía y todos llegábamos a una conclusión parecida: Mamen es una caprichosa, pero no la caprichosa fatal y atractiva que lleva a la perdición.

Con tanto capricho y tanto mohín, Mamen nos tenía fritos y ya no comprendíamos qué narices quería la muchacha. Su final, en tres tandas, lo ha dejado clarinete: Mamen vive el divismo de discoteque y quería audiencia, tronismo, y elevación de caché a costa de los cadáveres de sus cachitas, que eran como colchonetas en las que ella se iba apoyando para lucir tipazo ante el rayo catódico.

Ay, pero si hubiera sido así, si hubiera sido eso, Mamen nos hubiera enamorado (¡a mí, a mí el primero, que me va la marcha y la fatalidad!) pero el problema y la decepción enorme es que en el fondo de ese comportamiento tan dietrich estaban los papás, que velaban por la carrera de la hija. ¿Pero carrera de qué? De ídola de discoteca, de diosa de evento, de odalisca de la madrugada televisiva, incluso, soñemos, de posible aspirante a concursante en la tele-realidad. Y a la telerealidad quería llegar ella con mentiras...

Tras desquiciar a docenas de aspirantes -"no siento eso que tengo que sentir", mientras se tocaba un punto en el pecho que desde luego no era el corazón, ¡no era el corazón!- le quedaban tres incautos proteínicos: Nico, Abel y Raúl.

Raúl es el hijo de Futbolines. No me pregunte nadie quién pueda ser futbolines, pero es un viejo colaborador del pograma. Raúl, algo carapán, iba siempre en chándal y era fresco cual pescado de lonja. Un chaval despierto, bien aleccionado por su padre-colega, que le arrancó pronto besos y risas a la chavala. Pese a vivir su relación con más ligereza, tuvo la pretensión de tatuarse el nombre de la tronista. Algo arriesgado, aunque qué mejor nombre que Mamen para alguien que se llama Raúl...

Nico, argentino, empezó muy fuerte, pues ciertamente tiene un físico de rotunda belleza rioplatense. En él algo resultaba poco creible, al menos por comparación con la naturalidad de sus otros dos rivales. Pensábamos todos que fuera un poco farsante, un noctámbulo devorador de mámenes, sobre todo cuando vimos sus fotos de gogó ungido, abrillantado como un pavo al horno. A Mamen esas fotos le sentaron fatal, porque ella, en su falsedad, defendía el clasicismo parejil. Nico resultó ser un pibe entrañable, introvertido, incluso enmadrado. Se despidió del programa llorando, pero llorando como una criatura, como se llora cuando se recogen los lagrimones con la mano, poniendo la muñeca a la altura del párpado inferior y recogiendo el llorar en la base del pulgar.



Abel fue el pretendiente más antiguo, el favorito y el atormentado. Abel, o el amor. Valenciano, stripper, cachitas, y con una rara simpleza muy franca. Víctima de un tic y de una dificultad expresiva lacerante, Abel hablaba y entre que no es Demóstenes y que por dentro tenía un drama, todo le acababa en soplidos, en oseas y en tal, o pascual. Abel es esa rotundidad pétrea del hombre que no se sabe expresar y al que la mujer le quiere arrancar las palabras, como formas arranca el escultor. Los hombre expresivos, tal que yo, sufrimos la incomprensión de no necesitar que nos saquen palabras, sino que nos las callen.

Abel, en resumen, tenía una historia B con Mamen, y ella lo manejaba como se maneja al enamorado joven. Ella, mientras, halagaba su vanidad, ahita cuando él quedaba rendido a sus pies, y alargaba el trono, y con el trono el rendimiento de su estrella chonística. 

-Tengo más caché que tú, llegó a decirle a Abel.

¿Y no es verdad que el amor es un dúo en el que uno siempre parece que está rebajando su caché? Abel, al final, dejó el espectáculo de su autenticidad, y el show televisivo fue su inmensa naturalidad -la imperturbabilidad cachitas en la tele, la impasibilidad cachimana ante las cámaras-, su entereza al desmoronarse la trama y  descubrirse solo, porque este trono de Mamen ha sido precisamente eso: el proceso en que esta chica, de más cadera que corazón, rompía el corazón poco elocuente de Abel, el stripper.

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