martes, 26 de junio de 2012


GALIARDO

No hace mucho murió Pepe Rubio, galán simpático; murió también Paco Valladares, galán dulce y rapsoda. Ahora le ha tocado a Juan Luis Galiardo, que fue galán juguete en los sesenta, con un pelazo que parecía la pelambrera viva de los Simpsons. Él mismo dijo de ese actor que fue que se trataba de un actor con demasiado pelo e ideas poco claras. Galiardo, con el tiempo, llegaría a definirse como alopécico difuso y a tener el aspecto de un Berlusconi restaurado. Galiardo era la parodia andante del galán y confesaba descojonándose que aún le quedaba un club de fans en Almandralejo formado por mujeres de sesenta y cinco años.
-Ser un galán en este país y verme yo tan pequeño…
El galán debería tener un asomo metafísico y alguna complejidad interior. El galán es una forma de reticencia. Galiardo llevó su galanura a México, como forzando el absurdo macho de serlo allí y en México, como a Rajoy, algo le sucedió que le cambió. Tuvo una crisis personal, volvió a España, resolvió sus traumas con la ayuda de un psiquiatra y rehizo su carrera.
Galán pasado por la psiquitaría -¡galán perfecto entonces!-, jugador, mujeriego y vitalista, él explicaba que el vitalismo está mal entendido, que la vida deja un espacio, impone un ritmo y no se deja devorar.
Al final, Galiardo llegó a una forma de sabiduría en la que coincidía con Montaigne y con Pla: la vida es oscilante, fluctuante.
Era un actor físico, tenía un tronco como el de Richard Harris y pinta de Mister Murcia. Era como un Richard Harris con la mirada dominada, con la locura analizada, racionalizada y un final de poderoso gesto, de gestualidad latina, vagamente italiana –imposible no pensar en Gassman, Mastroianni- que manejaba con desparpajo, como si explicara algo enfáticamente en la barra de un bar. Su hablar con la mano a mí me recordaba mucho a Landa, pues al final Galiardo recogía la expresividad popular, humorística, de los mejores actores españoles. Galiardo acabó siendo un prodigio de coloquialidad, pues la coloquialidad es la culminación de un arquetipo.
A Galiardo le quedó una voz baritonal que sabía modular, la caja torácica de nadador meditativo y un ego, calcáreo, que iba limando año a año “hasta ser el 10% de lo que fue”. Iba quitando el ego, disolviéndolo, y contaba cómo el ayuno le había aligerado el espíritu, pero cuanto menor era el ego mayores parecían el personaje y el actor, dando a pensar si no será imposible que el hombre deje alguna vez de representar, si no habrá tras el ego un personaje.
¿Qué voz de humor y piedad tenemos resonando en las paredes del espíritu?
Su historia, que según Azcona no le valdría a Dostoyevski, le valió al riojano para retratarlo en Suspiros de España y Portugal, donde pedía a gritos entrar en los planos carpetovetónicos de Berlanga. Quijote, pícaro y Don Juan ¡cómo podía ser mal actor! Si no nesitaba rol y se le quedaba pequeño Molière. Galiardo necesitaba España, una tía y un Echanove.
He llegado tarde a mi madurez, nos dijo. Tarde a su madurez, pronto a su muerte.

           (LAGACETA, 26-VI-12)

No hay comentarios:

Publicar un comentario