sábado, 10 de noviembre de 2012



CAPITANES



No debiera importarme mucho porque yo soy del Levante, pero el artículo que Izaguirre ha dedicado a Sergio Ramos ha interrumpido la quietud de mi aperitivo. Mientras me iba entonando con cervezas Sol pensaba –sin querer, pensaba a mi pesar- en el artículo, en su hermosura analítica y en el propio club, en los derroteros del propio club (¿habrá palabra más bonita que derroteros? Ciertamente, para el Madrid han sido derroteros todos estos años). Soy como el Toni Cantó del madridismo y me siento muy UPYD, muy entre dos aguas, entre el antimadridismo sistémico –ese Diego Torres, cuya cabecita de apuntador asomaba en el texto de Boris…- y el maurinhismo, que es un grupo de plastas organizados cibernéticamente y cargado de razones (¡ajenas!) que van inflando con referencias eruditas.

En el artículo se analiza la evolución estética de Ramos, que empieza acercando su perfil al de Paloma San Basilio con una perfecta rinoplastia que fue silenciada por la prensa. Sergio Ramos a mí me parece un cruce entre Hierro y Guti, pero tiene una energía cani que es puro esteticismo. El Madrid bling bling que soñábamos con Cristiano y Neymar admitiría también a Ramos. En lo cani hay una energía Versace, una potencialidad dorada, consumista, hortera, llamativa. Un cani tiene el potencial estético de un mariquita porque al cani le gustan los trapitos y los complementos y Ramos ha elaborado una imagen que le permite medirse a Cristiano en los temibles tocadores del vestuario, donde se miden las fuerzas de reojo, como las supermodelos en Cibeles, y, a la vez, galactizarse, darse un baño de oro y modernidad capitalina, algo que desde Guti es una debilidad del español/canterano. La Galaxia, tan llena de vicios, tan decadente, acabó por contagiar al español. La oposición Guti/Raúl la reproduce la pareja Ramos/Íker, pero en Ramos el look no es rebeldía, sino madurez, y tomando las riendas de su look parece estar mandando un mensaje de responsabilidad:

-Ahora que domino mi look, estoy listo para la capitanía.

Y en esto estaba pensando, en la capitanía. ¿Cuáles son las funciones de un capitán? Llevar el brazalete, entregar el banderín y negociar las primas. Fundamentalmente. Esto último era el sindicalismo de los futbolistas. Lo del brazalete es portar el estandarte, como el abanderado, porque el brazalete nunca es sólo el escudo. En muchos clubes (el Barcelona, sobre todos), el escudo lleva la bandera regional. En el Madrid, el brazalete es escudo y el conjunto de los Sacrosantos Valores, que se van definiendo con el tiempo, mayormente por la prensa, claro, aunque esto carezca de la más mínima importancia. En realidad, la función en el campo, propiamente deportiva, es llevar el banderín en el momento del sorteo de campo y, si acaso, ser portavoz cuando hay tangana o tángana. Vamos, ser el juicioso cuando se reparten las tortas.

En un club en el que el presidente cambia cada cuatro años y el entrenador es milagro (y escándalo) que llegue a los tres, estar quince años es alcanzar un grado de inmutabilidad que ni Ceaucescu. La frase “Fulano es una institución” en el Madrid adquiere un valor pleno. Los capitanes de hoy son herederos de Las Trillizas y luego de los capitanes del núcleo de Carvajal, del Carvajalismo. Las trillizas eran un poder fáctico que,  al contrario de lo que sucede ahora, entró en colisión con los intereses periodísticos de Supergarcía. Tras La Quinta, llega un período de vacilación hasta que con el Madrid rutilante de la Galaxia se conforma una capitanía clara, un, digamos, Estado Mayor del vestuario donde mandan (y cómo mandan) Hierro, Michel Salgado y Raúl. Esto acaba en el Motín del Txistu y en esa noche de Mónaco en que se trató de impedir el traspaso de Morientes, que era, imposible olvidarlo, de Sonseca. Los carvajales tenían mucha mano en el club, compartían representante y se llevaban bien con la prensa. De hecho, en esta época nace una alianza entre capitanes y prensa que se explica por los intereses creados, pero también por la necesidad que tienen los primeros -entre la interjección y el monosílabo- de una portavocía. Recordemos a Hierro. Hierro era incapaz de logro expresivo que no fuera sacar a pasear su dedo índice de ET y fruncir el ceño como aquejado de una cefalea expresiva.

Los Carvajales se reproducen ahora con Los Capitanes de La Roja. En la apelación patética a lo-de-aquí, como una denominación de origen; en la españolidad blanda, nada Camachil, pero refundada en los méritos de La Roja; en la apuesta velada por un estilo de juego típicamente español, el inmortal tiquitaca, y en detalles absurdos como ponerse firmes en el himno mirando al cielo, afectando un amor a España infinito, más allá de la bóveda celeste.

La afición ama a los canteranos, entiende el amor como la esperanza schopenhaueriana (¡mourinhismo!)en la próxima generación y les concede el aplauso filial. Adora a los veteranos como a instituciones (paradójico el respeto a estas instituciones en el país del cuestionamiento de toda institución) y apenas reserva para los que vienen y van, los “mercenarios”, eso, precisamente eso: un amor mercenario. Circunstancial, rápido, venéreo.

El viejo Madrid, que al final hemos acabado comprendiendo como algo personal, como el delirio creador o la genialidad de una personalidad (Santiago Bernabéu), estableció una regla: nadie con más de treinta años podía aspirar a nada más que una renovación anual. En los tiempos de Calderón, horribles años, se instituyó, precisamente para honrar a los capitanes, la figura del contrato vitalicio. Mucho más que la funcionarización del Madrid (¡Arbeloa!), mucho más: la perpetuidad. La perpetuidad de Raúl, que se retiró, como el otro, en su cama de hipoxia donde dormía criogenizándose cada noche como un Walt Disney puñetero.
Con un contrato vitalicio, el único problema era seguir vivo y tener un Manolo Lama para contarlo.

Capitanes sin intrepidez. Primero fueron ellos, luego la ingratitud. Siendo como yo soy del Levante, nada me puede importar ya, aunque aún conserve el viejo amor de amigo y en ocasiones lamente mi propia lucidez, la que me hace recordar eso de Flaubert (¡más mourinhismo!)  que tan bien le queda a los canteranos: lo peor del presente es el futuro.

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